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Toneladas de arte

Es mi último descubrimiento. La conozco desde hace solo unos quince días y me tiene entusiasmado. Había podido disfrutar sus interpretaciones en vídeo y, cuando me enteré de que actuaba en la Sala Clamores, grité por el pasillo: “¡Suspended todos vuestros compromisos para el domingo al mediodía!”, e inmediatamente saqué entradas para toda la familia; pero no sabía lo que me esperaba. 

Ana Carla Maza es hija del pianista y compositor Carlos Maza, con quien sigue colaborando en la composición de algunos de sus temas. Oriunda de Chile, la familia de Maza huyó de la barbarie de Pinochet en 1975 y el músico creció entre Francia y La Habana, donde a su vez vendría al mundo Ana Carla, de madre cubana, a fines del milenio pasado. En el Conservatorio de La Habana (Guanabacoa) tomó clases de violonchelo, y con Miriam Valdés, hermana de Chucho e hija de Bebo, de piano. Solo con diez años, Ana Carla debutó ante el público en el Festival Jazz Plaza de La Habana. Instalada la familia en Tarragona a finales de la década de los 2000, la joven pronto empezó a actuar como solista. Como tal, en 2010 protagoniza una gira de la Orquesta Mediterránea. En 2012 marcha a París para estudiar en el Conservatorio de aquella ciudad y en La Sorbona IV. Desde entonces no ha dejado de crecer como la artista total que a día de hoy, con solo veintitrés años, sin duda es. Anteayer actuó por primera vez en Madrid. 

Pensé que traería algún acompañamiento, pero no. La cantante sale al escenario sola y sola se basta para poblarlo ipso facto de calidez, sonidos, gestos, palabras. Su espectáculo Bahía hace un emocionante recorrido por la música latinoamericana, recreando y fusionando ritmos. Maza bebe de todas las fuentes. La bossa nova, el son, la chacarera, el huayno, el tango, la habanera, la música clásica y el jazz surgen de su violoncelo con la naturalidad propia de quien ha decidido no reconocer fronteras. Cuando más tarde comenté el concierto con Brisa García, que también es pianista y que, benditas casualidades de la vida, ¡resultó haber compartido con Maza algunos años en el Conservatorio de Vilaseca!, ella encontró la forma de describir el estar de la cubana sobre el escenario: no hace fusión; es fusión. Se fusiona. No se trata de una intérprete tocando un instrumento: su música nace en simbiosis con su delicada expresión corporal, con su imagen, con sus introducciones orales a las distintas piezas, mezclando el ritmo y la melodía, la voz bellísima y el emocionante violonchelo, los acentos del español y el francés, la formación clásica y los discos de Chick Corea de su infancia, las palabras, las notas, los géneros, la amabilidad con el público. Y entonces no actúa; es

Si los vídeos me habían impresionado, su directo es indescriptible; me pasé la primera media hora transportado, secando lágrimas hasta que me acostumbré a la belleza de lo que veía y escuchaba, a la intensidad de la implicación de Maza con el arte. Su alegría y su talento se derramaban, inundaban la sala y contagiaban a los asistentes. El Tango de Maza, original y bellísimo, se desprende del enorme y ‒creíamos‒ inexorable peso de Gardel o de Piazzola para volar por su cuenta. Su Huayno es perfecto al violonchelo. Su canción Te me fuiste, con la que cerró el show, es tan hermosa… Hubo un breve momento en que, pese al optimismo que irradia la artista casi de forma militante, me entristecí. Ella estaba ahí arriba, dejando fluir las letras, quizá practicando una suerte de scat, quizá usurpando con su instrumento los sonidos del arpa y el charango, y sentí esa comunión entre la música y la vida que transmitieron Holiday, Joplin, Winehouse. Tanta autenticidad, tanta entrega, pensé por un instante, no pueden dejar de pasar factura. Mientras tanto, entre percusiones y pizzicati, el genio y la sonrisa de Ana Carla Maza me prometían raudales, décadas, toneladas de arte. 


 

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