Siempre me conmueven estos retazos materiales de la memoria de personas desconocidas, muy lejanas en el tiempo, de las que por motivos ajenos a lo cotidiano alcanzamos detalles de mayor o menor importancia, huellas de sus vidas que no las reflejan por completo pero sí con el intenso fulgor de la verdad, alguna verdad, por fragmentaria que sea.
Hoy, visitando el Museo Arqueológico Nacional, me he parado ante la estela funeraria de Cuártulo, un niño fallecido a los cuatro años en el distrito minero del Jaén romano, allá por el siglo I. Cuártulo (el diminutivo que emplearían los mineros adultos para dirigirse -ya con cariño, ya con menosprecio- al pequeño Cuarto) está representado en el seno de una hornacina, sujetando en las manos los atributos de la minería: un martillo o pico y una cesta para transportar el material. Próximos a la piedra se exponen ejemplares de esos cestos y de herramientas de la misma época.
Existe polémica entre arqueólogos y epigrafistas sobre si Cuártulo tendría cuatro o nueve años, según diversas interpretaciones de la inscripción a él dedicada. También hay quien duda si fue efectivamente un niño minero o más bien se lo enterró asociado a los símbolos de la comunidad a la que pertenecía; pero, en este caso, ¿por qué habría de llevar los aperos en las manos? Tal vez su trabajo era el de aguador o el de recadero o, quizá -no he podido dejar de pensarlo-, en su corta vida se vio condenado a trabajar allá donde los cuerpos de los esclavos adultos no llegaban: en las galerías más estrechas y más oscuras, en las grietas del filón metálico. Su figura sin rostro sería así, hace 2000 años, la misma que hoy sigue siendo moneda corriente en muchos lugares del tercer mundo.
Hoy, visitando el Museo Arqueológico Nacional, me he parado ante la estela funeraria de Cuártulo, un niño fallecido a los cuatro años en el distrito minero del Jaén romano, allá por el siglo I. Cuártulo (el diminutivo que emplearían los mineros adultos para dirigirse -ya con cariño, ya con menosprecio- al pequeño Cuarto) está representado en el seno de una hornacina, sujetando en las manos los atributos de la minería: un martillo o pico y una cesta para transportar el material. Próximos a la piedra se exponen ejemplares de esos cestos y de herramientas de la misma época.
Existe polémica entre arqueólogos y epigrafistas sobre si Cuártulo tendría cuatro o nueve años, según diversas interpretaciones de la inscripción a él dedicada. También hay quien duda si fue efectivamente un niño minero o más bien se lo enterró asociado a los símbolos de la comunidad a la que pertenecía; pero, en este caso, ¿por qué habría de llevar los aperos en las manos? Tal vez su trabajo era el de aguador o el de recadero o, quizá -no he podido dejar de pensarlo-, en su corta vida se vio condenado a trabajar allá donde los cuerpos de los esclavos adultos no llegaban: en las galerías más estrechas y más oscuras, en las grietas del filón metálico. Su figura sin rostro sería así, hace 2000 años, la misma que hoy sigue siendo moneda corriente en muchos lugares del tercer mundo.
Puede que su muerte lo librase de una vida de abusos, pero prefiero pensar que Cuártulo fue llorado por hombres que no dudaron en costear la estela funeraria que había de ser desenterrada en Baños de la Encina casi dos mil años después, y en ella una inscripción -con faltas de ortografía- deseándole el descanso en la tierra que lo vio penar: Q(u)artulus / an(n)oru(m) IIII si(t) / [tibi] te(r)ra le[vis].
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