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'Nharas' y 'signares'. La mujer mestiza en la historia moderna y contemporánea del Senegal

Durante el siglo XV, los navegantes portugueses exploran y dan a conocer a Europa el litoral africano. En su estela, los comerciantes lusos establecen factorías a lo largo de toda la costa continental. Aislados de su patria y de sus familias, estos comerciantes, así como los marinos, militares, religiosos, profesionales y oficiales de la administración que los acompañaron en diversos momentos y contextos, empezaron muy pronto a relacionarse con mujeres africanas bajo la figura del concubinato y generaron, así, las primeras comunidades mestizas. Muchos de estos inmigrantes portugueses, los llamados lançados, procedían de entornos criminales o eran judíos o cristianos nuevos que huían de la persecución en Europa y encontraban una vida y una nueva forma de integración en las costas del mediodía.

Las concubinas nativas de estos aventureros portugueses fueron conocidas en la África lusa como nharas (de senhoras). Aliadas de los europeos pero pertenecientes a familias y clanes africanos, con acceso tanto a las riquezas allegadas por los nuevos poderosos como a las relaciones sociales propias de su entorno original, estas mujeres negras y mulatas muy pronto vieron reconocido un estatus privilegiado en el comercio y la diplomacia, tendiendo un puente de confianza entre los colonos blancos y los poderes locales que a menudo se tradujo en grandes fortunas personales. Las nharas cumplían inicialmente una función de apoyo, pero pronto muchas de ellas actuaron en nombre propio como mercaderas y embajadoras, tuvieron un papel principal en el tráfico de esclavos, armas, oro y goma arábiga y hasta en la banca local, fueron dueñas de grandes propiedades muebles e inmuebles, así como de cientos de esclavos, dieron amparo a los náufragos y estructuraron las relaciones y los servicios sociales en sus comunidades. La autonomía de estas nharas, en el caso de las factorías situadas en la desembocadura del Senegal, tenía raíces acreditadas en el estatus que le reconocen a la mujer las sociedades wólof, y portugueses y africanos la respetaron por igual.

Fueron célebres por su riqueza y poder en el África lusa, entre otras, mujeres como la Senhora Philippa (también conocida como Dame Portugaise, muerta después de 1634), en el actual Senegal; Crispina Peres (1615-después de 1670) y Bibiana Vaz de França en Guinea (hacia 1630-después de 1694); o la poderosa Ana Joaquina dos Santos e Silva (1788-1859) en Angola, ya en el siglo XIX. Bibiana Vaz obtuvo tanta influencia que mantuvo y ganó un importante pulso comercial y político con las autoridades de Lisboa, llegando a independizar y gobernar por personas interpuestas una «República de Cacheu» rebelde a la Corona durante catorce meses, entre 1684 y 1685.

Para cuando los franceses se impusieron a ingleses y holandeses y sustituyeron a los portugueses como potencia hegemónica en las costas del actual Senegal, entre mediados y el tercer tercio del siglo XVII, existían ya pequeñas pero poderosas comunidades urbanas lusoafricanas de mestizos y negros católicos en todos sus principales núcleos mercantiles (principalmente San Luis, pero también Gorea, Rufisque, Joal…), el embrión de una potente burguesía comercial. De los mulatos del Senegal, ya a mediados del siglo XIX, escribió lo siguiente el abate Boilat (que era uno de ellos):

[… los mulatos] tienen un rango honorable en la sociedad; todos son cristianos, tienen buen gusto y, en general, son instruidos y espirituales. Dado que los prejuicios raciales son desconocidos en el Senegal, viven en armonía con los europeos y, como ellos, son llamados a ocupar los puestos más honorables dependiendo de su mérito. 

A las mujeres de esta comunidad que entablaban libremente relaciones de pareja con hombres blancos prominentes en la colonia se las empezó a conocer en el nuevo contexto francófono como signares (también de senhoras, como nharas o el equivalente senoras en Gambia); su éxito dependía en buena parte de su físico privilegiado y, progresivamente, de la posición ganada y de la fortuna acumulada. Característicamente, las signares, que a veces procedían de las aristocracias locales, de preferencia no escogían vincularse a miembros rasos de tropas o tripulaciones, ni a menestrales ni mucho menos a desheredados, sino más bien a cuadros administrativos, militares o de las compañías mercantiles que pudiesen aportarles seguridad económica y a los que, durante los años de su estancia en la colonia, iban a proporcionar –junto a sus hijas y esclavas– alojamiento, manutención, cuidados, higiene y sanidad, todos los servicios domésticos, interpretación del wólof, intermediación cultural, redes de contactos, protección social, apoyo psicológico y sexo. Mantenían hogares respetables y promovían apreciados bailes y eventos sociales que –también desde los tiempos de los portugueses– se conocían como folgars, en los que hacían valer su belleza y elegancia y, en ocasiones, su provechosa aureola de femme fatale. Realzaban esas virtudes con productos caros y modernos llegados en los barcos de Francia: atuendos, joyas, cosméticos, accesorios, mobiliario… Aunque la mayor parte vestían a la francesa y todas hablaban francés, por tocado era característico verlas portar el elevado ndioumbeul, una ingeniosa combinación cónica de hasta nueve pañuelos de colores.

Las signares y sus familias se hacían responsables de las propiedades de sus amantes franceses al regreso de estos a Europa y al seno de sus familias oficiales y emprendían, así, una carrera propia en el comercio. Habiendo devenido el estatus de concubina indecente para la Iglesia e insuficiente para formalizar unas relaciones que involucraban responsabilidades mercantiles y diplomáticas tan acusadas, entre el siglo XVIII y mediados del XIX se extendió la costumbre de los mariages à la mode du pays: unas uniones de hecho sin valor civil en el derecho francés que, no obstante, exigían fidelidad y bastaban para que el clero aceptara estas parejas desde el punto de vista moral y para que las signares y sus descendientes pudiesen acumular las propiedades de sus maridos franceses a su partida de una manera que fuese legítima a ojos de la comunidad local. Con frecuencia, las signares se vinculaban con los sucesivos titulares de un puesto administrativo temporal, uno tras otro, como si el puesto de esposa tuviese naturaleza funcionarial. Los frutos mestizos de estas uniones, lógicamente, recibían cuidado, educación y fortuna de sus madres con independencia de con qué europeo o africano estuvieran unidas en cada momento, de manera que, durante siglos, la posición y figura paradójica de la signare resultó ser la de una mujer especialmente poderosa y respetada en la sociedad colonial, que obtenía su prestigio y patrimonio de los hombres blancos con los que se relacionaba y se erigía en transmisora de ese prestigio y ese patrimonio a su familia, de madre a hija, generación tras generación. Según un censo de Gorea de 1775, de las 75 parcelas que componían su trazado urbano, 40 pertenecían a mujeres, la mayoría probablemente signares. En general, las signares de finales del siglo XVIII poseían o controlaban una gran cantidad de mano de obra esclava entrenada en los diferentes oficios –que solían alquilar para obras públicas y expediciones comerciales al interior–, grandes cantidades de oro y plata en joyas y en efectivo, vestuarios lujosos, grandes propiedades, mansiones de piedra y ladrillo y hasta cargueros para sus operaciones río Senegal arriba.

Signares célebres de los siglos XVIII y XIX fueron Victoria Albis, propietaria de una residencia que ha servido de juzgado y sirve de museo en la actual Gorea; Cathy Louët o Louette (1713-después de 1776), que en 1775 era propietaria en la misma localidad de 68 esclavos y de una finca de más de cuatro mil metros cuadrados, siendo la mujer más rica de la isla; Anne Rossignol (1730-1810), que emigró a Haití y después a los Estados Unidos, siendo la primera mujer de color que conozcamos que haya emigrado voluntariamente a aquel país; Anne Pépin (1747-1837), amante del recordado gobernador de Senegal y poeta Stanislas de Boufflers (1738-1815); su sobrina Anna Colas Pépin (1787-1872), que en 1842 acogió al príncipe de Joinville; o la hija de esta, Mary de Saint Jean (1815-1853), que residió en París por estar casada con el primer diputado senegalés en la Asamblea Francesa, el también mulato Barthélémy Durand Valantin (1806-1864).

Francisco de Orléans (1818-1900), príncipe de Joinville, hijo del rey Luis Felipe y alto oficial de la armada francesa, en 1842 navegaba camino de Brasil para contraer matrimonio con su prometida la princesa imperial Francisca de Braganza cuando hizo escala en Gorea, donde terminó demorándose más de lo previsto en la mansión de Anna Colas Pépin, hoy sede del museo Casa de los Esclavos. El pintor Édouard Auguste Nousveaux (1811-1848), que en la época residía en Gorea, reflejó la festiva recepción al príncipe en un interesantísimo óleo titulado Le prince de Joinville assistant à une danse dans l’île de Gorée, en la que Anna Colas Pépin, su hija, Mary de Saint Jean, su yerno, Valantin, y otros parientes y miembros de la comunidad mulata aparecen ricamente ataviados para la ocasión; el despliegue de figuras sociales sobre el lienzo nos permite asistir, dos siglos después, al ambiente propio del folgar.

Durante siglos, por tanto, las signares dominaron las sociedades de la costa de Senegal. Llegado el siglo XIX, no obstante, el mestizaje sobre la base del concubinato dejó de ser aceptable para el europeo biempensante; el abate Boilat, a mediados de siglo, afirma que las uniones libres o temporales de las mulatas (los matrimonios al uso del país) eran ya motivo de deshonra, y afirma que las signares se dedican a «la costura, el bordado y la música». Varios factores las privaron de la mayor parte de su influencia económica: la mejora de las comunicaciones y de las condiciones sanitarias, que permitían que cada vez más mujeres francesas siguieran a sus maridos a sus destinos africanos; la imposición efectiva del Código Civil y el fin del esclavismo en el que se basaba la riqueza de estas mujeres, decretado en 1848 por la II República; la bajada del precio de la goma arábiga; la introducción del cultivo del cacahuete en el interior del país; el auge del racismo en Francia; y, ya en el siglo XX, el acceso de los negros a la educación republicana y a las instancias del poder tardocolonial y poscolonial. Así, a mediados del siglo XIX las signares dependían mucho más que en el pasado de sus parejas europeas y, hacia 1870, a menudo ya no eran contempladas como mujeres de prestigio, sino como prostitutas. 

Sin embargo, durante todo el siglo XIX y la primera mitad del XX, los miembros varones de esta consolidada elite mestiza y cultivada redirigieron sus intereses hacia la administración local y los servicios y alimentaron los principales cuadros de la colonia: descendientes de las signares ocuparon puestos prominentes en el mundo profesional y político como alcaldes de Dakar, San Luis o Gorea, periodistas, abogados, grandes comerciantes, etc. Los primeros parlamentarios senegaleses en la Asamblea francesa procedieron, como ya hemos visto, de esta minoría, que todavía en 1960 fue significativamente llamada a ocupar puestos relevantes en el ámbito del gobierno, la administración y la diplomacia de la nueva república.

En el Senegal independiente, la figura de la signare, que había sido olvidada una vez dejó de tener utilidad, se ha querido recuperar como signo de empoderamiento femenino. Se ha generado –a medio camino entre la etnografía y el voluntarismo– una cultura signare basada en la iconografía, las noticias y las tradiciones preservadas, con manifestaciones en la orfebrería, el diseño de indumentaria y la danza. A día de hoy, se convocan vistosos desfiles callejeros de signares con motivo de las principales festividades y los más señalados eventos del país, como el Fanal de San Luis o el Festival Internacional de Jazz de la misma localidad. El actual concepto popular de la signare es el de una mujer mestiza del siglo XVIII o XIX, propietaria, rica y bien vestida, tocada con su característico atado cónico y con una vida social activa y brillante.

Léopold Sédar Senghor (1906-2001) fue un estadista serer que llegó a ser ministro de la república francesa y presidente de la República del Senegal desde su independencia; también fue uno de los poetas fundadores de la negritud, y el auténtico patriarca de las letras de su país. Senghor reflejó en versos de su primer libro, Chants d’ombre (1945), memorias de su juventud en su localidad natal de Joal. En ese contexto menciona a las signares en términos de asombro:

    Je me rappelle les signares à l’ombre verte des vérandas.
    Les signares aux yeux surreals comme un clair de lune sur la grève.


Las mujeres mestizas que recuerda Senghor –el mismo que también cantó con entusiasmo a la femme noire– evocan su pasado de riqueza colonial cuando se asoman a los porches de sus casas acomodadas. Tienen ojos «surreales»: ojos de belleza imposible, que destacan por su inesperada claridad como el claro de luna sobre la playa. Las signares parecen, en esta interpretación, seres que rompen con la convención y con todo lo esperable. Y así debió ser, sin duda, durante quinientos años de historia africana.



BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA

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